Una entrevista en The Verge, publicada bajo el título “Streaming is making the music industry more unequal“, evidencia un problema clarísimo en el diseño de la cadena de valor de la industria de la música: al pasar de la venta de soportes físicos al streaming, las desigualdades entre los músicos superventas y el resto tienden a hacerse mucho más pronunciadas de lo que ya eran anteriormente, y conducen a un sistema en el que la creación musical es completamente insostenible salvo para un escaso grupo de elegidos.
El problema, obviamente, viene de haber permitido que la industria musical, sometida a un fortísimo proceso de concentración que la convierte en un oligopolio, haya sido la voz más importante a la hora de redefinir los nuevos modelos de comercialización. En el paso de soportes físicos a streaming se ha cuestionado absolutamente todo, desde la producción hasta la comercialización, pasando por supuesto por la distribución o incluso cuestiones más amplias como el marco legal. Se ha cuestionado todo, menos una cosa: la estructura de márgenes de las empresas discográficas. Así, nos encontramos con una situación completamente insostenible: que aquellas empresas que hace pocas décadas tenían que incurrir en importantes costes para seleccionar talento, producirlo, distribuirlo y venderlo, y que aplicaban por ello un margen elevado pero justificable en función de su trabajo, se encuentran ahora en un escenario en el que un porcentaje enorme de sus costes se han reducido, pero los márgenes que perciben por su actividad, en realidad, no lo han hecho.
Las empresas discográficas, parapetadas tras potentes estructuras de lobbying capaces de torcer brazos de gobiernos, de apalancarse en estructuras diplomáticas y de forzar cambios legislativos a su favor, han sido capaces de mantener una posición de privilegio que les ha permitido evolucionar sin demasiados cambios desde la década de los ’90 hasta nuestros días. Ante un cambio tecnológico que debería haber acortado enormemente la distancia entre un creador y sus clientes, las empresas discográficas han conseguido tomar posiciones que les permiten seguir percibiendo un porcentaje muy elevado del importe generados por cada venta, aunque la propia operativa de ese proceso de venta haya cambiado completamente y sea irreconocible. Pasar de vender CDs a vender reproducciones de canciones sueltas en plataformas de streaming o de vídeo no supone ningún problema si los precios y la estructura de márgenes están calculados con la idea de preservar ante todo la estructura de márgenes de las compañías, aunque ello implique reducir el importe percibido por los músicos a cantidades ínfimas que hagan únicamente viables las carreras musicales de unos pocos, precisamente de los pocos que son capaces de forzar la renegociación de sus contratos.
Para situarse en ese escenario, las discográficas han utilizado varias palancas: la importancia de su catálogo histórico, que han esgrimido como arma fundamental en todos los procesos de negociación (sin acceso a ese catálogo, toda nueva iniciativa de comercialización era automáticamente considerada inviable), y el control de canales de comercialización como la radio fundamentales a la hora de manipular y dar forma a la demanda, lo que ha conllevado la asfixia de las pocas iniciativas que han intentado comercializar al margen de la industria, y el miedo de los músicos a tratar de plantear su carrera al margen de las discográficas de toda la vida. Las discográficas controlan los canales de comercialización, fijan los precios, participan en los nuevos canales, y siguen manejando la industria como cuando realmente aportaban un valor fundamental e incuestionable a la hora de llegar al público, aunque la realidad sea que ya muy poco de ese valor les corresponde como tal. En la cadena de valor de la música, el papel de las empresas discográficas ha disminuido hasta extremos ínfimos: hoy, teóricamente, un músico podría autoproducirse con un nivel de calidad más que aceptable, podría distribuirse a través de la red, y podría comercializarse mediante estructuras sociales capaces de darle visibilidad a su oferta, todo ello al margen de una empresa discográfica. Sin embargo, las discográficas se las han arreglado para perpetuar un sistema en el que un músico, si no va a través de sus estructuras, carece prácticamente de oportunidades y de llegada al mercado. Los pocos que destacan al margen de su operativa, son rápidamente reconducidos y absorbidos.
Una década y media después de Napster, la música ofrece muchas más oportunidades de acceso que antes a los que pretendemos consumirla (como no podía ser de otra manera en función de un escenario mucho más versátil generado por el avance de la tecnología), pero muchas menos oportunidades de vivir de ella a los que la crean. Si no eres un creador realmente importante, del grupo de los privilegiados, tus grados de libertad son prácticamente nulos, y te resulta prácticamente imposible obtener unos márgenes que te permitan vivir de tus creaciones. Y la responsabilidad no hay que buscarla en los nuevos comercializadores, ni en unas plataformas de streaming que se han encontrado con los números hechos si querían acceder al catálogo histórico y a los derechos de los artistas actuales, ni mucho menos en los hábitos de los usuarios o en la “piratería”, sino en unas discográficas que han sido capaces de apalancar su posición de dominio para mantener a la música igual de estrangulada que antes, o incluso más. El resultado de la evolución tecnológica es que los que decidían qué escuchábamos controlando los canales de distribución siguen siendo los mismos, los márgenes se siguen calculando prácticamente de la misma manera, y los músicos siguen percibiendo la misma miseria que cuando la única manera de llegar al mercado era con costosísimos estudios, con complejos procesos industriales de fabricación y con grandes estructuras de marketing inabordables por nadie que no fuera una discográfica. Al final, todo ha cambiado, para que una sola cosa se mantuviese igual: los beneficios de las discográficas.
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