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La música en la red

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IMAGE: Dny3d - 123RFEl pasado miércoles, en la barra tecnológica de La Noche en 24 horas, hablamos sobre la oferta de música en la red, y de cómo está evolucionando este mercado desde que, en 1999, empezó la traumática interacción entre la industria de la música e internet con el lanzamiento de Napster. Mi intervención puede verse en la web del programa, a partir del minuto 1:32:36.

Mi impresión sobre la evolución de la música en la red es que, definitivamente, estamos mucho mejor que hace algún tiempo, algo que, por otro lado, tampoco era demasiado difícil. Hace algunos años, el panorama era el de un lobby de empresas discográficas en campaña hiperactiva para obtener leyes cada vez más duras para perseguir la oferta irregular de contenidos y perseguir a los usuarios, sin preocuparse en absoluto de proponer alternativas a esa oferta y enrocados en trasnochados mecanismos de distribución. Actualmente, al menos, la oferta disponible por canales regulares ha mejorado mucho: con el streaming como tendencia imparable y un paso de entender la música como “posesión” – herencia de los tiempos en que estaba vinculada ineludiblemente con un objeto físico – a otro en el que se entiende como simplemente “acceso”, los usuarios han pasado a enfocarse en una mentalidad de conveniencia, de “házmelo fácil y puede que así llegue a estar dispuesto a pagar por ello”.

En términos de tendencias, la descarga de música de páginas irregulares está en total desuso, se ve ya como algo cada vez más arcaico, y lo normal ha pasado a ser, cuando se quiere acceder a música, al menos de determinados géneros, no de todos, acceder a algún tipo de servicio que la proporciona mediante modelos freemium. Hablemos de YouTube, Spotify, Tidal, Playster o Apple Music, con diferentes balances entre lo free y lo premium y obviamente solo por citar algunos, la cuestión es que hemos pasado de una industria en estado de negación de la realidad, a otra que al menos la acepta, enfoca el cambio en sus fuentes de ingresos, y aprende – tal vez “demasiado bien” – a vivir con ello. Claramente, la tendencia que ha triunfado es la del “dame acceso a la música que quiero en cada momento”, con la de “quiero tener terabytes y terabytes llenos de música en mi disco duro” pasando a un segundo plano en las preferencias de los usuarios. Cuestiones como el planteamiento de los servicios, la disponibilidad de sistemas de personalización y recomendación, o simplemente, la mejora de las conexiones tanto fijas como móviles han ido contribuyendo lentamente a una situación que parece difícil plantear que vaya a revertirse. En el futuro, lo normal es plantearse que la música que escuchemos esté en algún tipo de nube.

¿Quiere decir esto que yo considero que el panorama de la música “se ha arreglado”? En absoluto. Sigo pensando que el reparto de los márgenes en la cadena de valor es completamente absurdo. Que vivimos en una era en la que las empresas discográficas han logrado consolidar de manera increíble una situación histórica que no tiene ningún sentido. Que el margen que las empresas discográficas retienen es demencial, y no se corresponde con un aporte correspondiente de valor añadido. Y por supuesto, que los artistas, creadores y ejecutantes no están adecuadamente compensados. Para sostener esta situación absurda, que por otro lado parece tener pocos visos de evolución en un futuro cercano, las discográficas se valen de un control férreo de determinados canales de distribución (acceso a radio y televisión, fundamentalmente) que aún mantienen una gran influencia en la creación de los gustos musicales: si no estás con una discográfica importante, resulta enormemente difícil, cuando no casi imposible, que tu música suene en radio y televisión, y sin acceso a esos canales, resulta complicado hacerse un hueco en la demanda. Los casos en los que algunos artistas han conseguido romper ese control sonando, por ejemplo, a través de YouTube o de otros sitios, han sido rápidamente puestos bajo control por las propias empresas discográficas, con el fin de evitar que fuesen vistos como modelo. En nuestros días, y salvo excepciones, trabajar con una discográfica es casi la única manera de alcanzar un mercado masivo. Y eso, considerando los medios disponibles para la creación, la producción, el marketing y la distribución de música, no es lógico ni normal.

La situación lógica sería que surgiesen empresas capaces de gestionar la cadena de valor de los artistas y creadores sin llevarse por ello un margen demencial. Que una discográfica se lleve mucho más que el artista solo pudo tener sentido – si lo tuvo – cuando esa discográfica resultaba esencial para que el artista crease, produjese, se promocionase y distribuyese. Ahora no debería serlo. Sin embargo, si un artista intenta buscar mecanismos alternativos, suele encontrarse con que esas discográficas han blindado el acceso a canales de distribución que resultan aún estratégicos, y por tanto debe o bien hacer concesiones para llegar a ellos, o bien renunciar a utilizarlos, con todo lo que ello conlleva. Que no haya prácticamente ningún caso de artista que haya sido capaz de plantear una carrera exitosa en lo económico sin pasar por una discográfica es terriblemente significativo, pero no del valor que estas aportan, sino del nivel de estrangulamiento que han sido capaces de crear.

El reparto de márgenes, por tanto, es el verdadero problema. Utilizando su catálogo, las discográficas han logrado negociar con canales como Spotify o Apple Music estructuras de márgenes que perpetúan su modelo, y siguen dejando a los artistas simples migajas de rentabilidad. Cuando un artista se queja de que sonar en Spotify, por ejemplo, le deja únicamente unas pocas milésimas de euro, comete un error al hacer responsable de ello a Spotify, porque quien en realidad se está llevando la parte del león no es Spotify, sino una discográfica que, desde mi punto de vista de estudioso de la industria, no tiene modo alguno de justificarlo – pero que sin embargo, ha sido capaz de crear un círculo prácticamente imposible de romper. Si un nuevo jugador pretende distribuir alterando ese reparto de márgenes, se encontrará privado del acceso al catálogo. Si un artista no quiere seguir ese camino, no llegará a sonar e radios y televisiones. Y al usuario, entre tanto, le queda la alternativa o bien de integrarse en uno de esos sistemas buscando la comodidad y decidiendo si prefiere “gratis con publicidad” o “pago y escucho”, o seguir accediendo a unas descargas cada vez más en desuso, no tanto por la inútil persecución a la que han podido ser sometidas, sino porque simplemente, en un mundo con ancho de banda y disponibilidad casi ilimitada, ya no resultan prácticas.

A estas alturas, lo realista parece aceptar que la música va a ser cada vez más ubicua, llegará a los usuarios mayoritariamente mediante streaming a través de cada vez más canales con fórmulas de diversos tipos (gratis con publicidad y pago por suscripción como las más populares), y que los artistas y creadores seguirán quedándose con las migajas de rentabilidad que las discográficas les quieran dejar para que su esquema siga resultando sostenible. Ante la escasa capacidad de esos artistas y creadores para buscar alternativas, todo indica que la situación evolucionará de esa manera, sin que aparezcan por el momento demasiadas alternativas.

¿Quiere decir eso, por tanto, que el panorama de la música, tras unos años convulsos, se ha “arreglado”? Pues más bien no. De las tres partes implicadas, se ha alcanzado un equilibrio en el que los usuarios han conseguido estar seguramente mejor que antes (ahora el acceso a la música resulta mucho más sencillo, más barato y con más alternativas), los creadores y artistas se han quedado básicamente como estaban (con su rentabilidad secuestrada por un tercero), y las discográficas han conseguido, tras consolidarse en tres majors y algunas independientes, mantener en algunos casos sus niveles de rentabilidad, y en otros incluso mejorarlos. Lo que en su momento pudo ser la promesa de una internet convertida en un canal que mejorarse la cercanía entre creadores y público y permitiese un acceso más directo y un reparto de márgenes menos intermediado, es hoy una lejana imagen borrosa que nunca llegó a materializarse. Lo que pudo ser verdadera transformación y disrupción, se quedó en simple reingeniería continuista.

 

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