Spotify celebra la llegada a los cincuenta millones de usuarios de pago, todo un hito que supone un incremento del 25% sobre los números de hace un año, y que cobra aun más significado considerando que su inmediata perseguidora, la todopoderosa Apple con su Apple Music, tiene aún menos de la mitad. La evolución de los dos servicios está siendo seguida con gran atención: tras un primer mes en el que se pudo ver que resultaría muy complicado para la marca de la manzana eclipsar a la compañía sueca, todo parece indicar que ambas marcas mantienen un crecimiento fuerte que mantiene las distancias entre ambas.
La compañía fundada por Daniel Ek y Martin Lorentzon en octubre de 2008 ha pasado por momentos de todo tipo que han incluido desde protestas y retiradas de artistas que afirmaban ganar muy poco hasta el acoso de unas compañías musicales que pretendían eliminar la parte gratuita, pero parece finalmente haber encontrado el camino de la conversión de usuarios gratuitos a premium: mientras los primeros, que representan el 70% del total, aportan unos $220 millones a la cuenta de resultados gracias a la publicidad, los segundos van encontrándose cada vez más oportunidades de probar el servicio gracias a una política de alianzas y promociones hiperactiva, y aportan casi dos mil millones de dólares con sus cuotas de suscripción. Por mucho que las discográficas, que forman parte del accionariado de Spotify porque fue la única manera de asegurar la disponibilidad de su catálogo, se quejen de lo poco que ganan, los números demuestran que el problema no está en Spotify… sino en ellas.
A estas alturas, la idea de que la música haya pasado de ser un producto que adquiríamos vinculado a un soporte físico, a convertirse en un servicio de suscripción que nos permite acceder a cambio de un pago periódico nos resulta ya completamente aceptable, y se ha convertido sin ninguna duda en uno de los principales artífices de que las descargas irregulares hayan caído en la práctica totalidad de los mercados: nada es tan efectivo como competir con un buen servicio, por mucho que algunos pretendiesen que “no se podía competir con lo gratuito”.
Para llegar a ser rentable, Spotify depende enormemente de la escala. El planteamiento de la rentabilidad de su servicio es necesariamente el de “muchos poquitos”, una inmensa cantidad de transacciones que representan cada una de ellas una cantidad minúscula de dinero, pero que cuenta con un elemento interesante: una vez que lo pruebas como servicio premium, resulta muy difícil darse de baja. Visto así, lo que Spotify intenta en todo momento es incentivar la prueba mediante acuerdos de todo tipo como el recientemente anunciado con The New York Times, y esperar a que el embudo de conversión de aquellos usuarios que prueben su servicio premium sea adecuado, al tiempo que trata de configurarse como un ecosistema que llega a todas partes, hablemos de vehículos, servicios de transporte, periódicos o redes sociales. Cuantas más oportunidades se ofrezcan al usuario de encontrarse con el servicio, mejor.
El caso de Spotify ofrece, con sus ya más de ocho años de experiencia, una guía muy interesante sobre un fenómeno que vamos a vivir en muchas más industrias: el paso de producto a servicio. En un entorno con costes de transacción tan reducidos como la red, en la que prácticamente todo está a un clic de distancia, la idea de ofrecer plataformas de este tipo tiene todo el sentido, y se configura como uno de los estadios más avanzados, tras la reconfiguración de las relaciones con los usuarios y de los flujos de información interna, de la llamada transformación digital.
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